El ciudadano tiene derecho a la tutela judicial efectiva, a un proceso justo y sin dilaciones indebidas, y aportar cuántas pruebas considere necesarias para respaldar sus argumentos, previa admisión por el órgano oportuno.
Así, el juez que decide lo que considera más razonable, después de un sosegado análisis de las razones en pro y en contra de cada opción, sigue siendo un juez que decide discrecionalmente. Las personas elegimos, optando entre varias alternativas al respecto, eligiendo lo parece mejor y más conveniente en cada momento. Pero no por tal propósito ni por lo reflexivo de la elección deja de haber en la opción elegida un componente subjetivo, discrecional, valorativo y personal.
La discrecionalidad significa que hasta el juez que se crea más objetivo, imparcial, justo y fiel al Derecho tiene que decidir con márgenes de incertidumbre y con un insoslayable componte de subjetividad, dando con la decisión que estime más apropiada y más equitativa para las partes, pero sin un elemento de contraste objetivo para comprobar si es esa la única solución correcta o la realmente más justa, por lo que entonces podremos reconocer la discrecionalidad judicial.
Y, es este conflicto de intereses, bien entre particulares, oposición a actos administrativos, o lucha contra calificación de hechos como delictivos, donde la figura del abogado se convierte en más importante para el cliente, justiciable o demandante de Justicia. El abogado, con su capacidad y dedicación, es el que acercar al juzgador a una visión más o menos favorable para los intereses en conflicto dentro de los sanos márgenes de discrecionalidad que permite la libre valoración de la prueba.